domingo, 6 de enero de 2013

V. Nela.

Debería maquillarme más a menudo.Quizá esté mal que sea yo quien lo piense, pero estoy preciosa. Mis ojos, perfilados de azul, lucen coquetos gracias al rímel que profundiza mi mirada y desvía las de los demás de mis permanentes ojeras. También tengo que reconocer que me sienta bien disimular la palidez a la que acostumbro.
Creo que el inusual brillo que enciende mis ojos al saber que voy a verle contribuye a que el espejo no me mire hoy con su habitual hostilidad. En fin, todo sea por Alberto. Incluso me he enfundado la única falda que mi armario escondía inseguro. Ni recuerdo la última vez que la paseé, pero nunca sabes cómo van a sorprenderte las calles.
Ya estoy lista. He quedado dentro de diez minutos en pleno centro, llegaré tarde. Tampoco es novedad. Bueno, que me espere. Lo bueno se hace de rogar, ¿no?
-Ciao, mami. Luego te veo, volveré pronto.
-Suerte con tu cita, cielo-me contesta entre risas.
-Eh, que no es una cita, sólo...
Bah, no merece la pena decir nada. En el fondo yo también espero que se dé bien.
Hay que ver qué bonita se ha vestido Madrid para mí. Su luz parece querer recordarme que todavía quedan razones por las que levantarse. “Gracias”, susurro inaudible. Que le debemos a esta ciudad ser y estar, a veces pareciendo, ¿qué menos que quererla? U odiarla. Pero como a nada.
Ando incómoda sin mis pantalones. Tal vez esté demasiado familiarizada a ellos. Mientras bajo las escaleras de entrada al subterráneo los echo especialmente de menos ya que mi impaciencia me hace acelerar en exceso el paso.
Estoy ansiosa. Y cómo se me nota.
Cuando salgo por fin del Metro lo primero en lo que me fijo es el reloj que corona Sol. No llego tan tarde. Le busco con la mirada entre la multitud que normalmente abarrota la plaza y nada. Tampoco me sorprendo, entre tanta gente... Me paseo despacio entre los transeúntes, aunque a medida que pasa el tiempo mi nerviosismo se apodera de mí y de mis pies. El sabor a tabaco de mi aliento se amarga aún más. ¿Dónde coño se habrá metido? Vuelvo de nuevo la vista hacia la enorme esfera que cada treinta y uno de diciembre despide el año en todas las cadenas de televisión. Ha pasado una hora. Una puta hora esperándole como una gilipollas.
Puede que tenga una buena excusa. Cojo mi teléfono y busco se número entre los demás. Le llamo. Una vez. Otra. Una más. La última. Nada, no me lo coge. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora? Dios.
Intento recuperar algo de serenidad. Estoy furiosa a la par que perdida. Angustia es todo lo que saboreo. Me pongo los cascos para tranquilizarme antes de decidir mi siguiente paso. Las notas que me invaden me invitan a querer más Madrid; volveré andando a casa.
Apenas llevo cinco minutos recorridos cuando siento que algo vibra en mi bolsillo. Involuntariamente esperanzada saco el móvil.
- Mery, mi amor, ¡cuánto tiempo! ¿Qué tal?- contesto algo decepcionada a la llamada.
No, no es él. Tenían razón los griegos, la esperanza es el peor de los males. Deberían impedirle a Pandora aferrarse a él. Es inútil.
Me hace ilusión saber de mi amiga, pero no puedo evitar que mi rostro tome un tono ácido. Sigo necesitando esa excusa.
Tras tres escasos minutos de conversación en los que intenta agobiada resumirme meses de vida en el extranjero puedo saber que está muy feliz. Se le nota. Debí haberme ido con ella cuando me lo propuso. Huir.
Me comenta que quiere verme.
-Cuando quieras, cielo. ¿Qué plan tienes para estos días?-pregunto.
-Sólo tengo plan para hoy. He quedado con el chico este, ¿te acuerdas? A ver si me ha echado de menos o qué- ríe-. Por cierto, ¿a que no sabes a quién acabo de cruzarme? A alberto, tu vecino -sus palabras se atropellan y de repente un nudo se rehace en la boca de mi estómago-. Está guapísimo. Iba con la chica esta...¿cómo se llama? Ah, sí, Ana. Pensaba que lo habían dejado, pero ahí estaban, muy cariñosos ellos...
Algo ha debido estar en mi cabeza porque ya no soy capaz de descifrar nada de lo que me está diciendo. Una náusea sube por mi esófago y consigue que por un momento pierda el equilibrio.
- María, lo siento, tengo que colgar ya- la interrumpo violentamente-. Hablaremos, ¿vale?
-P-pero, ¿estás bien?-replica desconcertada.
-Claro, sé cuidarme sola-le digo con incontrolada brusquedad-. Un beso, cariño-cuelgo.
Joder, cómo estoy perdiendo facultades para mentir. Hace tiempo que he dejado de saber cuidarme sola y eso ha sido totalmente legible en la desesperación de mi tono.
El ambiente de Gran Vía tapona ahora mi garganta y me agobia. Dirijo mi paso hacia la estación más cercana.
A punto de pasar el ticket, unos encargados de seguridad me advierten de que, debido a una huelga, hay paros y el subterráneo está a rebosar porque pasa tan sólo cada quince minutos. Bah. Qué coño más dará. No voy a volver arriba, la luz en este momento puede conmigo.
Me aproximo a las vías. No parece que haya tanta gente. Intento relajarme del todo respirando todo lo profundo que me permiten mis pulmones.
De súbito, empieza a llegar la muchedumbre. Más. Y más. Es acojonantemente surrealista. En apenas un rato coger aire me resulta prácticamente imposible.
Me estoy mareando. No dejo de reflejarme en la cantidad de rostros desconocidos que me enlatan. La cabeza me da vueltas y no soy capaz de sentir las piernas. Un empujón sin dueño me hace perder la poco quietud que me quedaba.
Siento algo frío bajo mi cuerpo. Cuando abro los ojos compruebo que se trata de los raíles por los que circula el metropolitano. Intento levantarme. No hay manera humana.
Busco ayuda. Grito. Mi voz no quiere ayudarme. Nadie parece haberse dado cuenta de mi caída. Soy completamente invisible.
Una voz robotizada anuncia por los altavoces la llegada del Metro en un minuto. Desespero en mi afán de erguirme. Joder.
Entre la gente que espera al tren (o mi fin) distingo unos ojos de otro mundo que sí me ven. Es un joven no especialmente agraciado, pero está bien esculpido y su atractivo me resulta familiar. Le conozco, sí, aunque no sé de qué. Él y yo...
El fuerte sonido del Metro aproximándose desvía mis pensamientos.
Es extraño, ni siquiera estoy nerviosa. Me he rendido. O ya lo había hecho.
Qué final más trágico. Probablemente sea mejor así. Siento cómo mi asesino se acerca poco a poco, a pesar de ser consciente de su rauda velocidad.
Oculto mis pupilas bajo sus párpados, desanclando mi mirada de la de aquel “desconocido”. Quizás me quedase mucho que hacer en vida, pero eso ya no tiene importancia.
¿Dolería?
Vuelvo a abrir los ojos buscando al joven. “Qué ingenua”, me digo cuando le encuentro, “pensé que sabría salvarme”.
Algo golpea fuertemente mi cabeza, apagándome. El resto del cuerpo he dejado de sentirlo.
Lo último que veo es sangre, mi sangre.
Y es que el desfigurado cadáver que he dejado no para de sangrar.
Una desagradable forma se desnuda ante mí, quitándose una capa negra con la que me envuelve. Aún así, sé verle la belleza al fin. Y a la muerte que ahora me abraza. Me resulta incluso cálido.
No, no ha dolido.
Tampoco quiero lloros, sino que me besen: sé a paz.



FIN DE LA PRIMERA PARTE

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